Impertinencia de la relación del Estado con los agentes culturales *




Por
Richard Muñoz Ojeda

La historia reciente nos dice que antes de la dictadura la cuestión cultural fluía más naturalmente, los teatros se llenaban, no había IVA al libro, existían asignaciones directas e inclusive el Estado mediante la editorial Quimantú distribuía libros por doquier y a un muy bajo costo.

Durante los 17 años de oscurantismo, hablar de cultura era como hablar de derechos laborares para los empresarios. Se anularon todo tipo de manifestaciones, ya sea por la muerte de los artistas, por su persecución o bien por que éstos abandonaron el país buscando salvar su vida y continuar su desarrollo artístico-cultural.

Las únicas expresiones validadas eran aquellas de claro sentimiento tradicional, campestre o, por el otro lado, el cultivo de una expresión artística de elite. Recién en la segunda mitad de la década del ’80, comenzaron a brotar signos de cultura bajo el paraguas de luchar contra la dictadura y en donde se hacía mucho más difícil acallar estas voces.

Con la llegada de la Concertación al poder en los años ’90, nace tímidamente el Fondo Nacional de Desarrollo de las Artes, Fondart, el que funcionó por 10 largos años plagado de críticas y reticencias de parte de los artistas y gestores culturales, los que vilipendiaban dicho mecanismo de financiamiento, alegando que siempre recaía en los mismos, que los recursos eran escasos y que no estaban dispuestos a integrar su proceso creativo a un formulario racional, el proyecto (ver recuadro).

En este sentido, Justo Pastor Mellado señala que “el modelo del formulario instala una conceptualización implícita que ritualiza su subordinación a la proyectualidad. Esto puede ser más o menos grave de acuerdo a las áreas en que se postula. El Estado, solo desde el poder de gestión de los formularios, define los límites de la creación, estableciendo el triángulo propositor de Objetivos-Fundamentos-Descripción”.

Sin embargo, con el correr de los años los artistas y los no tanto, se han ido amoldando a este sistema preconcebido y han tomado inusitado valor los expertos en proyectos, los que se vanaglorian diciendo que un proyecto coherente es un proyecto aprobado.

El meollo del asunto

Desde el año 2004 se instaura en Chile la nueva Institucionalidad Cultural que en un comienzo había mantenido la misma fatídica sigla de financiamiento, Fondart, pero en el corto andar, se esclareció el panorama para las autoridades y decidieron englobar todo el paquete cultural bajo el concepto de “Fondos Culturales” que aglutina todo el andamiaje de posibles postulaciones y áreas de expresión cultural.

No obstante, los problemas de fondo aún se mantienen y dicen relación a la insistencia de hablar de “Industria cultural”, la que si bien la quieren aplicar a la música, cine y libro; estos parámetros no serían homologables a regiones.

El concepto Industria Cultural nació en la década del ‘40 en un texto de los críticos de la Escuela de Frankfurt, Adorno y Horkheimer, que despotricaban en contra de cómo se quería pensar a la cultura, como una mercancía. “Por qué la humanidad, en vez de alcanzar un estado verdaderamente humano, se hunde en una nueva forma de barbarie”[1].

Si bien estos juicios pueden aparentar ciertos prejuicios, lo cierto es que si hablamos de Industria, se deben seguir una serie de pasos para que el producto –obra de arte u otra expresión- tenga un legítimo recorrido, es decir, se debe respetar una determinada cadena de valor y al no respetarla, se rompe la cadena que es lo que finalmente sucede actualmente.

Pues, por un lado se financia la creación, pero no se pone en la misma balanza la distribución o “circulación” como le gusta llamar a este proceso a Ignacio Aliaga, uno de los máximos estandartes del Consejo Nacional de la Cultura y que hoy tiene un privilegiado puesto en la Cineteca del centro Cultural Palacio de La Moneda.

Tímidamente se ha ido instaurando un ítem de difusión al momento de presentar un proyecto pero, finalmente, las obras terminadas no “circulan” lo suficiente y cómo decía Vanesa Grimaldi en su artículo “¿Quién toca fondo?” en Ciudad Invisible n° 16, las obras se presentan hasta que se costea el teatro municipal pero de ahí para adelante no se sabe qué pasa con ella. Es más, el propio Consejo de la Cultura y sus autoridades en el discurso han detectado hace rato esta gran falencia, pero en la concreta poco y nada hacen por solucionarlo y, muy por el contrario, cercenan los mínimos gestos que se estaban empezando a consolidar, me refiero a la abrupta desaparición de la revista “Pausa” que se encargaba -en su formato- de hacer circular las obras premiadas por los distintos Fondos Culturales.

Más vehemente, “la industria cultural fija de manera ejemplar la bancarrota de la cultura, su caída en la mercancía. La transformación del acto cultural en valor abolió su potencia crítica y disolvió en él las huellas de una experiencia auténtica”[2].

Se esboza hoy que en materia cultural, debiera ser el mercado el que regule los flujos económicos, regulando y ordenando las relaciones, la oferta y la demanda.

Todo, claro está, en el marco de entender al producto cultural como una mercancía que se transa en el mercado al mejor postor. Cristian Galaz cree que en el tema de orientación de recursos, el mercado se ha mostrado ineficiente hasta para decir qué es mejor[3].

En la misma revista “Pausa”, George Yúdice –uno de los grandes ideólogos de la “industria cultural”, señala que se debe hacer hincapié en el papel fundamental del Estado en la promoción de las industrias culturales mediante subsidios, créditos, incentivos fiscales, cuentas satelitales bancarias y otros mecanismos; además, proteger la cultura nacional y local, negociando –por ejemplo- excepciones y/o reservas culturales en la Organización Mundial del Comercio, tratados de libre comercio. ¿Tiene el Estado chileno esta preocupación? [4].

La autocrítica: “Cabe señalar que si bien el Fondo Nacional de Desarrollo Cultural y las Artes, es fundamental para la asignación de recursos públicos a la cultura y las artes, no basta para cumplir adecuadamente los deberes que tiene el Estado en este campo” [5].

Carlos Cabezas ratifica lo mencionado por el ex asesor presidencial de cultura y señala en relación a Fondart que: “veo que muchos trabajos que se han hecho quedan guardados y no se muestran nunca más. Creo que la asignación acerca circulación de las obras debería tener una mirada más amplia” [6].

Rematemos con esta frase del ex Ministro de Cultura, José Weinstein: “Veo que incluso en el caso de las disciplinas que si se pueden mantener como industrias culturales se necesita mantener un apoyo estatal importante, o sea, no creo que en el libro, ni en el cine, ni en el disco puedas retirar el apoyo estatal. No me imagino por ninguna parte las artes y la cultura libradas al mercado, tienes que pensar que deben autosustentarse y no creo que eso sea posible”[7] .

En definitiva: ¿Es pertinente la relación que mantiene el Estado con los agentes culturales, al no saber qué pasa con los recursos y relacionarse con los distintos agentes culturales solamente por este mecanismo? [8].


(en recuadro)
Proyecto como mecanismo de poder

Podemos señalar que la realidad que vivimos nos muestra que el poder en este mundo globalizado está concentrado en quién en definitiva lo detenta.

En nuestra “democracia” el poder recae mayoritariamente en el Gobierno, según una encuesta de apreciación que hizo el Informe del PNUD en 2004, al respecto este informe señala que “persisten en Chile lastres institucionales y culturales que reducen la capacidad democrática de la sociedad. Algunos se encuentran en pro de remoción, y otros están pendientes. La democracia es la forma y consecuencia de la autodeterminación social del poder. No puede haber poder social, en el sentido que requiere el Desarrollo Humano, sin una democracia sólida.” ¿Tenemos una democracia sólida?

Por otro lado, el Estado ha instalado este “dispositivo” (proyecto) como diría Foucault, a modo de tener injerencia, para aplicar, en definitiva, poder. Así, este filósofo francés, verá la verdad como poder, antes que como norma, es decir, el saber – en este caso la dinámica del proyectismo- tiene valor.

Martín Jesús Barbero nos da señales de cómo dentro del mundo del poder se elabora todo un discurso coactivo, y que de una u otra manera, elaboran mecanismos coercitivos e inapelables (como los proyectos o los formularios de los mismos).

En este sentido, Justo Pastor Mellado, tiene una postura bastante crítica al respecto: “Los esfuerzos de la actual administración del ente por hacer más transparentes los procedimientos de postulación, obedece a la percepción que la autoridad ha tenido acerca de su creciente falta de credibilidad. Resulta sorprendente que la postulación por Internet fijó un rango de exigencia que permitió la racionalización de las propuestas y su sujeción a un formato que, en términos estrictos, determina epistemológicamente la tolerancia efectiva de ellas”.

Bajo cuerda opera la ideología del “impacto social y cultural”, que aparece como una condición no escrita de su necesidad”, subraya Mellado.



* El presente artículo puede ser entendido como la presentación del trabajo de tesis de Magíster en Gestión Cultural del autor, en donde se profundiza sobre la materia.
[1] La cultura como industria de consumo, Su crítica en la Escuela de Frankfurt, José A. Zamora.
[2] Industria (s) Cultural (s) Génesis de una idea. Armand Mattelart y Jean Marie Piemme. Traducción Oscar Lucien. Humanitas. Portal temático en Humanidades.
[3] Véase Industrias culturales. Tiempo de definiciones. Debate. Revista Pausa del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes. Número 2 noviembre de 2004.
[4] Véase Entrevista a George Yúdice. Revista Pausa del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes. Número 6 enero de 2006.
[5] Véase Squella, Agustín. El Jinete bajo la lluvia, La Cultura en el Gobierno de Lagos. Página 139.
[6] Véase Industrias culturales. Tiempo de definiciones. Debate. Revista Pausa del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes. Número 2 noviembre de 2004.
[7] Entrevista aparecida en la Revista Culturart, realizada por Carlos Morales al ex Ministro.
[8] Este mismo caso se puede replicar a otras reparticiones públicas en donde se entregan fondos y no se fiscaliza su resultado, sino veamos el ejemplo de Chiledeportes.

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